Medicina psicosomática es un enfoque médico que postula que existen enfermedades cuya naturaleza solo puede ser comprendida si se investigan simultáneamente sus componentes físicos -somáticos- y psicológicos. Esta visión no resta, sino que aporta ciencia al saber médico. Todo facultativo experimentado reconoce su validez e importancia diagnóstica y terapéutica. El Dr. James L. Halliday, médico e investigador británico, extendió este enfoque al plano social, planteando para su época una novedosa y provocativa tesis en su libro «Medicina psicosocial. Un estudio de la sociedad enferma» (1948). Halliday sostiene que, así como enferman los individuos, también enferman las sociedades, que es posible reconocer (diagnosticar) la enfermedad social si se observan a la par los indicadores de salud física y los de salud psicológica, y que es factible un tratamiento para mejorar a una sociedad enferma (terapéutica social). Define la sociedad como «un grupo de individuos unidos por lazos psicológicos e intereses emocionales comunes que le dan coherencia, le permiten convivir y trabajar para producir bienes sociales. Cuando estos lazos se debilitan, el grupo pierde coherencia, se dispersa, se vuelve repelente y disminuye su capacidad productiva. Las energías emocionales y sociales se vuelven destructivas y desintegrantes (fragmentación social).

Según Halliday, algunos de los indicadores de enfermedad social son la disminución de la natalidad; el desempleo creciente; la pérdida de la autoestima; la delincuencia juvenil en ascenso; el aumento de las enfermedades psicosomáticas y del suicidio; la acentuación del escapismo; la exacerbación del nacionalismo regional y de la lucha de clases; la aparición de líderes destructivos. Como cualquier teoría social, los postulados de Halliday pueden ser controversiales, pero no se puede desconocer que tocan un aspecto singular que rara vez se incluye en los análisis sociológicos y políticos: el equilibrio de la vida psicológica colectiva para el desarrollo armónico y productivo de un país.

Aunque cuantitativamente acotados, en Chile es evidente una tensión social; la progresiva disminución de la natalidad; el aumento de las enfermedades mentales y suicidios; la violencia verbal; la delincuencia juvenil; los femicidios; la incursión del narcotráfico; algunos episodios terroristas; el mercantilismo exacerbado; la corrupción que asoma en instituciones clave del país; la fragmentación de los partidos políticos y los atisbos de populismo. No menos importante, el debilitamiento del respeto que merece la vida humana, animal y vegetal. Son signos que suelen tener variadas y complejas y, tal vez, válidas explicaciones sociológicas e ideológicas, pero que, en cualquier caso, constituyen «desórdenes sociales», así como las enfermedades son «desórdenes de la salud». Lo que en último término nos revelan es una fragilidad de los vínculos psicológicos, emocionales y morales básicos que dan coherencia a la sociedad y le permitían trabajar en búsqueda de un destino mejor para todos.

Con fines de prevención y tratamientos eficaces, estos fenómenos debieran ser analizados en su propio mérito, no solo en su dimensión política, judicial y económica, sino que, también, psicosocial, precisando sus características, su significado y causas; una especie de «Semiología psicosocial».

Pareciera ser hora oportuna para que florezcan conductores sociales, políticos y espirituales idóneos y generosos -varones y mujeres- capaces de entender los males que aquejan a nuestra sociedad y llegar a ser -en la hermosa concepción de un poeta- «personas que conocen a fondo el arte de desarrollar la vida».

 

Columna de Alejandro Goic, de la Academia Chilena de Medicina

 

Fuente: El Mercurio