“¿En qué consiste, que si a dos hombres se les preguntase si querían seguir la carrera de la milicia, es muy posible que el uno respondiera que sí y el otro que no; y que si a los dos se les preguntase si querían ser felices, sea muy posible, sin poner duda en ello, que ambos lo querían y estaban deseando?” escribió San Agustín en “Las Confesiones”.

Bajo la mirada  aristotélica, la felicidad es el fin último del ser humano, es decir, todos los otros fines debieran apuntar hacia ella. Esta última, en cambio, no está subordinada a nada más. Es un fin en sí mismo.

Luego, tenemos dos aspectos esenciales de la felicidad, todos la anhelamos, y es parte sustantiva del ser humano.  Y siendo este concepto tan relevante, pero al mismo tiempo tan esquivo, intangible y polisémico, ocurre que muchas veceslo dejamos en segundo o tercer plano. Es algo que le puede pasar a todas las personas, incluso a quienes tienen la tarea de diseñar e implementar las políticas públicas que supone la administración temporal del Estado.

La finalidad de las políticas públicas es satisfacer las ilimitadas necesidades de la sociedad, pero preservando la armonía, la paz social y la estabilidad duradera. En ese sentido y viendo cómo la felicidad es el puntal de la existencia humana, es razonable pensar que cada vez que se gestiona una política pública, la felicidad de quienes se verán afectados por ella (positiva o negativamente) jamás debiera perderse de vista. Se precisa una mirada más holística del ser humano, menos orientada a la frialdad numérica o los monismos materialistas.

El concepto de felicidad, si bien no figura en ninguna parte de nuestra Constitución, si aparece en la Declaración de Independencia de los EE.UU,  “…que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.

También está el caso de Bután, un reino surasiático, donde han llegado hasta el punto de medir la calidad de vida de su gente no por el estándar del PIB, sino por su felicidad (FIB, Felicidad Interna Bruta). Una medida un tanto extrema, claro, pero ya que aparentemente en un futuro próximo tendremos una nueva carta fundamental, la oportunidad está y podemos aprovechar el impulso para incorporarla como un valor inmaterial que nos defina como nación.

Lo anterior, sobre todo cuando vemos que recientemente la OMS (Organización Mundial de la Salud) mostró que Chile es uno de los países más depresivos del mundo, con el 17% de la población sufriendo esta enfermedad y siendo, las enfermedades mentales, responsables del 26% de las licencias médicas anuales.

Por el contrario, cuando surgen los rankings de desarrollo y estabilidad económica, Chile suele destacar. Hubo un columnista muy liberal, hace unos días, que incluso llamaba a erigir un monumento a quienes en dictadura impusieron el modelo económico actual, que ciertamente ha sido positivo en muchos aspectos, pero no tanto en otros.Como fuere, hasta los mismos líderes de su ala política salieron prontamente a rechazar tal idea.

Por lo demás, ¿qué será lo que necesitamos más hoy? ¿Seguir brillando en los rankings económicos o dejar de liderar los de infelicidad?

Probablemente lo deseable es llegar a un balance, si bien es sabido que los trabajadores felices son más productivos, así que no es necesario sacrificar una cosa por la otra, sino darle a la felicidad el lugar que se merece, como una política de Estado. Así todos saldríamos ganando.

Da lo mismo a lo que cada uno dedique sus días y en qué materias emplee su tiempo.Los caminos son infinitos, pero el destino uno solo: la felicidad. Y dado que llegar a ella es una necesidad de todos, el Estado -responsable de satisfacer las necesidades que los privados no puedan brindar- siempre tiene que tenerla en mente.

Ojalá que en lo que queda de este gobierno y, en la mente de los candidatos, aparezca esta idea en el horizonte, pues se la ha visto poco, centrándose más en ideologismos refundacionales y políticas efectistas, que en buscar la simple y virtuosa felicidad de las personas, orientados al bien común.

 

Columna de Ernesto Evans, Presidente de la Asociación de Mutuales.

Fuente: Cooperativa